Doña Nina (este es un nombre ficticio) es una señora que limpia el edificio de mi centro de trabajo en una universidad pública, y que labora, no para la Universidad, sino para una compañía subcontratada. Diariamente converso con ella y me encuentro, a través de sus palabras, con las injusticias y contrastes del mercado de trabajo en Costa Rica.
Doña Nina es una inmigrante nicaragüense que reside en este país desde hace más de veinte años y que cuenta con todos sus documentos en orden. Gracias a su trabajo ha podido sacar adelante a dos hijos en Costa Rica y a dos hijas en Nicaragua. Su salario mensual para un trabajo de 8 horas resulta ser menor que el salario mínimo legal de 176,000 colones mensuales (el equivalente a $318), y mucho menor que el salario de alguien que hace su misma labor, pero bajo el régimen de contratación la Universidad, quien ingresa con un monto de 362,387 colones mensuales (unos $656) y que se encuentra amparado bajo la protección de una convención colectiva, la misma que tanto desde adentro, como desde afuera de la Universidad, algunos quieren debilitar o eliminar pues consideran un lujo que alguien que se dedica a la limpieza de edificios tenga un salario que le permita sobrevivir.
Doña Nina es una inmigrante nicaragüense que cuenta con todos sus documentos en orden
A doña Nina la compañía con que trabaja define si su lugar de trabajo es el mismo o si debe ir de un lugar a otro en una misma jornada laboral, y no le cubre el transporte cuando tiene que ir de un lado a otro. Además, dado que la compañía perdió el contrato para continuar prestando sus servicios a la Universidad, doña Nina, quien se ha sentido mejor trabajando en el ambiente universitario, para poder quedarse, decidió renunciar y solicitar trabajo en la nueva compañía. Esto implica que pierde una serie de derechos laborales, lo cual considera mejor ante la posibilidad de que, eventualmente, igualmente deba irse y quedarse sin trabajo, tal y como lo han sufrido otras compañeras.
Por ejemplo, otra trabajadora de la misma compañía, debido al acoso sexual y laboral sufrido por parte de un funcionario de la Universidad, prefirió renunciar y quedarse sin trabajo. También está el caso de otra trabajadora a quien la despidieron antes de cumplir tres meses en la empresa, pues esta había perdido otro contrato y estaba despidiendo a las funcionarias más nuevas. Estas dos últimas mujeres son costarricenses, cada una con una historia de pobreza y familia que mantener, así como doña Nina. A todas ellas las une la incertidumbre, que las obliga a estar lidiando con las angustias cotidianas pues, aunque doña Nina, haya podido encontrar un trabajo, eso no significa que tenga sus necesidades básicas resueltas.
A todas ellas las une la incertidumbre, que las obliga a estar lidiando con las angustias cotidianas
Durante el primer semestre de 2016, la canasta básica urbana estuvo entre los 48,000 y los 50,000 mil colones. A esto es necesario sumarle los gastos de transporte, vestido, artículos de limpieza, casa, electricidad, agua, teléfono y educación, pues el hijo menor de doña Nina, quien es ciudadano costarricense de nacimiento, estudia el último año de la educación secundaria y esto implica una serie de gastos adicionales. De hecho, un día doña Nina debió pagar una cuota para una actividad del colegio y, al mismo tiempo, se vio obligada a pedir permiso para no asistir a su trabajo porque no tenía el dinero para pagar los dos autobuses que la traen desde el lugar donde vive, un cuarto alquilado que comparte con su hijo menor, hasta su lugar de trabajo. Durante ese día cuyo salario perdió, aplanchó la ropa de alguien en su barrio, y con el dinero que le pagaron, ya pudo regresar a la universidad al día siguiente.
Las conversaciones con doña Nina me enseñan mucho. Me enseñan que no basta tener un contrato en una empresa que trabaja para una institución universitaria pública, que se precia de defender los Derechos Humanos y laborales para tener un salario que cubra las necesidades básicas. Me enseñan sobre el significado de lo que se ha llamado “terciarización” para quienes son subcontratadas y no pueden ser protegidas por las normas y derechos laborales que existen formalmente en la institución que contrata, generando una casta diferente de trabajadoras. Me enseña doña Nina que tampoco basta el gran esfuerzo y el trabajo individual para salir de la pobreza si no existen garantías sociales y derechos laborales, aun cuando se tenga los papeles en orden. Me enseña también que ella, como mujer pobre, vive condiciones similares a las que viven muchas mujeres costarricenses, pero como mujer inmigrante tiene que enfrentar muchas más dificultades al tener que velar por su familia a través de fronteras, y me enseña que las convenciones colectivas se defienden, pues sin ellas el trabajo precario, ese de la incertidumbre constante, será el que tengan como destino todavía más personas trabajadoras.
Gran parte del trabajo de las organizaciones dedicadas a apoyar a las personas inmigrantes en Costa Rica se dedican a promover la regularización; algunas buscan apoyar a las mujeres inmigrantes dedicadas al trabajo doméstico para que sus derechos sean respetados, sin embargo, parece existir un vacío en la lucha por los derechos laborales de aquellas personas que, ya documentadas y trabajando formalmente para una empresa, igual se encuentran en condiciones de precariedad laboral.
Si escuchamos bien lo que cuenta doña Nina, nos deberíamos plantear que la lucha por los derechos de las personas trabajadoras apuntar hacia la organización colectiva y la participación
Si escuchamos bien lo que cuenta doña Nina, nos deberíamos plantear que la lucha por los derechos de las personas trabajadoras, independientemente de su condición migratoria y sector de inserción económica debería apuntar también hacia la organización colectiva y la participación para lograr el aumento del salario mínimo, la estabilidad laboral, la conquista de garantías sociales y la solidaridad entre personas nacionales y extranjeras.