No es posible consolidar el desarrollo sin articular las necesidades y esfuerzos de todos los actores involucrados. Este es uno de los aprendizajes más importantes de las agencias y organismos de la cooperación internacional en los últimos años, reconocido en la propia Agenda 2030.
Palabra sobre y mal utilizada, «alianza» se refiere al acto de «aliarse», que significa «unir o coligar a una persona, colectividad o cosa con otra, para un mismo fin». Sin embargo, el encuentro de caminos comunes entre actores con posiciones y objetivos diversos no siempre es fácil.
A este fin se encamina el Objetivo de Desarrollo Sostenible número 17, “Fortalecer los medios de ejecución y revitalizar la Alianza Mundial para el Desarrollo Sostenible”. Es el último ODS de los 17 que conforman la Agenda post-2015, sin embargo, resulta esencial para el éxito de todos los demás.
Entendemos una alianza para el desarrollo como algo más que una mera unión entre actores. Se trata de una relación de colaboración basada en la confianza, la equidad y el mutuo entendimiento para el logro de objetivos de desarrollo.
Las alianzas implican compartir riesgos y beneficios, toma de decisiones compartidas y equitativas, así como una gestión transparente de la relación. Conlleva romper las estructuras de poder que hemos asimilado durante nuestra socialización, tratar al aliado como a un igual, y estar dispuestos a encauzar en una estrategia común las contribuciones y expectativas de un proyecto compartido.
Nuestra experiencia en comunidades rurales de Chiapas y la península de Yucatán nos ha llevado a madurar un enfoque basado en la inclusión y el liderazgo para el desarrollo de alianzas exitosas y sostenibles.
Los desafíos de las comunidades del sur de México
En los Altos de Chiapas y la Península de Yucatán viven comunidades Mayas, Tsotsiles y Tseltales, que enfrentan cada día los efectos del cambio climático, los desafíos de la depauperación del entorno rural, y del diálogo intercultural. Sus habitantes constatan problemas como la deforestación, la pérdida y bajo rendimiento de cultivos, así como disminución de la calidad de las semillas.
Los pueblos indígenas están protegidos por derechos lingüísticos y culturales, pero aun así resulta difícil en la práctica garantizar la educación de calidad a través de su lengua materna y el mantenimiento y promoción de su cultura. La desigualdad, la marginación y el racismo son algunos de los retos de estos grupos, que ven frenadas sus capacidades para proyectarse como sujetos activos en la realización de sus propios proyectos colectivos.
Por otro lado, las comunidades cuentan con una cultura riquísima y con saberes tradicionales ligados al cultivo de la tierra, la alimentación y la relación con los otros, que son clave para mejorar su bienestar.
Sobre la base de un tejido social fuerte y un conocimiento construido a través de generaciones, varios individuos y organizaciones trabajan para crear respuestas creativas a los desafíos anteriores.
Alianzas basadas en el liderazgo
Llegamos al sur de México de la mano de la Fundación W.K. Kellogg, que trabaja desde hace años con comunidades indígenas en los Altos de Chiapas y la Península de Yucatán.
Allí ha promovido y acompañado la articulación de diversas organizaciones con objetivos de mejorar la calidad de vida de las comunidades locales y crear las condiciones que ayuden a los niños y niñas en situación vulnerable a triunfar como individuos y como miembros de su comunidad y de la sociedad en general.
Para conseguirlo, varias organizaciones trabajan en alianzas como actores en pleno derecho, basados en una relación de equidad.
La Fundación W.K. Kellogg trabaja con un enfoque de co-creación y colaboración plena con la comunidad, basado en una relación horizontal para estimular el liderazgo y la emergencia de líderes comunitarios capaces de llevar adelante proyectos de cambio social. Esta concepción rompe con el tradicional concepto de «beneficiarios» -ese que supone que un actor da y el otro se beneficia, recibe- e interpela a las personas con las que trabaja como actores capaces de tomar decisiones y activos en la creación de su presente.
No es tarea fácil. Requiere tiempo, esfuerzo sistemático, conocimiento del entorno local, apertura a cuestionar los puntos de vista propios, articular procesos muy específicos a través de plazos planificados. Requiere también abordar cuestiones transversales como la inclusividad, el enfoque de género, la comunicación y el empoderamiento de grupos en situación de vulnerabilidad.
El síndrome de las alianzas ficticias
Sin embargo, es el único camino posible. Hemos descubierto que la mayoría de los conflictos resultan de una implicación deficiente de los aliados que sienten inconformidades hacia como se está desarrollando la alianza. Ello significa que en la mayoría de los casos no hay una brecha real entre los puntos de vista y las perspectivas de los aliados, sino un mal trabajo de comunicación, inequidades en la toma de decisiones y una puesta en común deficiente. Ello se convierte en una cadena de trasmisión de inconformidades que se van arrastrando a lo largo de todo el ciclo de vida de la alianza.
Por si fuera poco, la estructura de la cooperación también tiene sus vicios; no siempre fruto de malas intenciones. El primero, los tiempos. Las agencias de cooperación tienen sus agendas y plazos; pero estos no se ajustan necesariamente a los ritmos de las comunidades, que trabajan con el ritmo de la vida real y requieren cumplir fases que no pueden ser precalculadas con exactitud. Se fuerzan, como resultado, los tiempos de diagnóstico, planeación, de maduración de las expectativas y de toma de conciencia de los problemas para llegar las buenas soluciones.
Aquí aparece el síndrome de las alianzas ficticias, es decir, cuando el vínculo se viste del discurso de las alianzas pero en realidad subsiste una relación vertical, donde las agencias ayudan con recursos económicos y los locales participan en la implementación de decisiones para ellos pero sin ellos.
El cambio pasa por la inclusión
El enfoque de alianzas para el desarrollo de CAD y el de la Fundación W.K. Kellogg, basado en el liderazgo y la inclusión, aprovecha una condición privilegiada que es el compromiso adoptado por la Fundación de trabajar en estos lugares prioritarios durante al menos una generación. Ello permite fomentar el empoderamiento, la valorización de la cultura tradicional, los saberes tradicionales y el liderazgo de las comunidades. Estas son las bases necesarias de un auténtico proceso de «unir o coligar para un mismo fin».
Las comunidades de Chiapas y la Península de Yucatán van avanzando en esa dirección. Las organizaciones locales están integrando una cultura de alianzas como parte de su acción cotidiana, haciendo sus prácticas más eficientes, sistemáticas y articuladas y creando una fuente de compromiso con el desarrollo de las comunidades.
Algunas historias personales detrás de este proceso se recogen en el documental-web Ki’janal, que será estrenado próximamente. A través de realidades narradas en primera persona, se muestra la lucha de los individuos por construir el futuro de sus comunidades y el potencial transformador que tienen las alianzas a la hora de unir fuerzas de múltiples actores e instituciones.
Texto de Philippe Jochaud, Andrea Gutiérrez Hap, Geisel García Graña. Centro de Alianzas para el desarrollo (CAD)