En octubre de 2015, se cumplieron dos décadas de la firma del Convenio de Bariloche. Momento en que se crearon mecanismos comunes y en que comenzó a desandarse un camino, tan sinuoso como provechoso, en materia de cooperación. Nunca es tarde (siempre es oportuno) para discutir qué avances logramos y qué desafíos continúan pendientes. No obstante, hay una gran pregunta que nos sobrevuela: ¿de qué hablamos cuando hablamos de Cooperación Iberoamericana?
Hay dos visiones posibles. La constructivista, que alude a la cooperación de Iberoamérica como una comunidad de identidad. O la realista, que refiere a la cooperación en Iberoamérica como un espacio estratégico. Se tratan, además, de concepciones diferentes sobre la funcionalidad de la cooperación. Para la primera, la cooperación ayuda a construir una identidad basada en la lengua, la historia y la cultura compartidas. Para la segunda, la cooperación es un instrumento a favor de intereses que convergen en un designio estratégico.
Hay dos visiones de Iberoamérica: como identidad y como espacio estratégico
Sin embargo, ambas visiones son parciales. Si la cooperación se reduce a la cercanía cultural como base de lo iberoamericano, esto no habilitará per se un proceso político sólido. Si solo es percibida como un instrumento, no habrá ancla ciudadana en la que se legitime.
Desde la Primera Cumbre de Guadalajara en 1991, la visión constructivista se instaló en las conferencias e instituciones del sistema iberoamericano y se materializó en los llamados Programas, Iniciativas y Proyectos Adscritos (PIPAS). Sorteando los diferentes vaivenes presupuestarios, esta visión permanece aún en ese “nicho”. No es casual que de los 23 programas, las 3 iniciativas y los 3 proyectos adscritos hoy vigentes, el 52% pertenezca al espacio de la cultura. La movilidad académica, el cine iberoamericano, galardonado en innumerables oportunidades, son algunos de esos símbolos.
La visión realista, en cambio, confunde a la Cooperación Iberoamericana con la Cooperación Sur-Sur (CSS) y Triangular desplegada en Iberoamérica. Esta visión toma nota de los cambios en la distribución del poder internacional a mediados de la década pasada. Un mundo en el que, como señala el profesor Juan Tokatlian , los ejes principales de la geopolítica se desplazan del Atlántico al Pacífico y del Norte al Sur global. Para la visión realista, el verdadero telón de fondo de la cooperación es aumentar la presencia política iberoamericana en las relaciones internacionales.
Esta visión emerge en un contexto de pérdida de relevancia relativa de la ayuda tradicional. Entre 2007 y 2015, América Latina sólo recibió un 6% de los flujos mundiales de ayuda; mientras que el papel de España como donante bilateral en la región fue decreciendo, pasando de un aporte del 24% al 0,8% del total recibido. No obstante, esta progresiva “desespañolización” de la Cooperación Iberoamericana introdujo nuevos retos para una relación más simétrica y con menos resabios del pasado colonial, pero también con mayores compromisos latinoamericanos.
La creación de la Secretaria General Iberoamericana (SEGIB) en 2005 sintetizó adecuadamente la necesidad de convergencia entre las visiones constructivista y realista. Traducido: no alcanza con el objetivo de construir lo iberoamericano, algo tan complejo e indefinido. Importa también el para qué. Los 22 países que componen este espacio son heterogéneos. Sin embargo, en la década pasada, aún con disensos claros y específicos, pudieron coincidir en el interés común de plantear reformas a la gobernanza global de la cooperación.
La creación de la SEGIB sintetizó las visiones constructivista y realista
Algunos países se inclinaron por ser escuchados en el Comité de Ayuda al Desarrollo (CAD) de la OCDE, el club selecto de los grandes donantes occidentales. Otros optaron por el Foro de Cooperación al Desarrollo (FCD) de las Naciones Unidas. Sin embargo, ni uno ni otro llegaron a constituirse en plataformas de despegue. Recientemente, los colegas Joren Verschaeve y Jan Orbie comprobaron que el FCD, aunque más inclusivo, ha tenido un carácter más intermitente (sus reuniones son bienales) y un sistema de decisión más deliberativo y menos efectivo que el CAD.
El Programa Iberoamericano para el Fortalecimiento de la Cooperación Sur-Sur (PIFCSS), establecido en la Cumbre de Santiago de Chile de 2007, resultó de gran aporte para atenuar las divisiones. Si bien, al principio, algunos actores se mostraron reluctantes a brindar información, poco a poco el espacio fue mostrando avances tangibles y ganando credibilidad. Su contribución fue la de interponer a la discusión tecnocrática de la eficacia una agenda política y estratégica. Mientras la Declaración de París (2005) sostuvo un enfoque técnico basado en los resultados; el PIFCSS se inspiró en una concepción no asistencialista y basada en la horizontalidad. Ello no implicó negar la responsabilidad democrática que tiene la CSS de someterse a rendición de cuentas, sino poner, además, el acento en la calidad de los procesos en sus entornos socioculturales.
Quedan desafíos, sin duda. Por ejemplo: afianzar un posicionamiento conjunto en los foros internacionales; fortalecer a la cooperación como política pública, estrechando los lazos entre gobiernos, academia y sociedad civil; promover la coordinación intrarregional vía fondos comunes; robustecer un sistema común de información de doble entrada (oferentes y también socios); apuntalar trabajos etnográficos para analizar los proyectos en terreno, etc. No menos importante: los intereses de la cooperación están también ligados a los avances en otros campos del desarrollo, como la ciencia y la tecnología, la infraestructura, el comercio y las inversiones. Allí los lazos todavía son endebles. Los arquitectos de instituciones comunes deberán tenerlos en cuenta o afrontar el riesgo de la irrelevancia. Con el correr del tiempo, sabremos (quizá) con mayor certeza de qué hablamos cuando hablamos de Cooperación Iberoamericana.