Amo sentarme a conversar con mi nonna –disculpen el italianismo, pero pertenece a la campiña del sur de la bota, asomando al Mediterráneo–. Ella es un alma viajera, trabajadora incesante y una mujer bastante lúcida para su edad.
En un veraniego almuerzo, comentábamos lo increíblemente deliciosos y jugosos que estaban unos tomates a los que apenas habíamos añadido algo de aceite de oliva virgen extra y una pizca de sal.
¡Son gloriosos -le dije- nada que ver con esos duros y semiplásticos del invierno! Pero aquella nimia frase sentenció en sus ojos una mirada de rareza que remató con un “Antonella, ¿ma tu come tomate fresco en invierno?”
Empezó a hablarme con la sabiduría de los 83 años que carga sobre sus hombros de producto de temporada, de procesos artesanales, de kilómetro cero, de harinas naturales, de minestrones deliciosos para calentar el espíritu, de la delicadeza de las flores de calabaza o de lo laboriosos que eran los embutidos tras la matanza.
Mi nonna se refería, sin saberlo, a la sostenibilidad, al respeto por el medioambiente, a la convivencia. En resumidas cuentas, al futuro.
Sistemas insostenibles
Detrás de esa imperiosa necesidad de comernos un tomate en enero, existe un gran mar de plástico en el sur de España. No lo digo yo, lo demuestra la NASA con una foto captada desde el espacio donde se ve un “inmenso parche blancuzco” que corresponde a los invernaderos donde se cultiva el tomate en todas las temporadas.
Los invernaderos son el hogar de miles de plantas de la “huerta de Europa”, en los que el progreso tiene un reverso que habla de sobreexplotación de los recursos, sobretodo los que provienen del mar.
El Panel Internacional de los Recursos (IRP, por sus siglas en inglés) un organismo científico de expertos cuyo objetivo es ayudar a las naciones a utilizar los recursos naturales de una manera sustentable, aseguró hace tres años, que los sistemas actuales de producción alimentaria son “ineficientes” e “insostenibles”. Estos serían responsables del 60% de la pérdida de biodiversidad en el mundo y del 24% de las emisiones de gases de efecto invernadero.
“Lo básico para una gastronomía sostenible es tener conciencia y empaparnos de lo que está pasando alrededor, pues los productos son o no sostenibles, dependiendo del área donde estemos”.
Local y de temporada
Podríamos barrer el problema debajo de la alfombra, hacer la vista gorda o pensar en qué podemos cambiar desde lo que comemos. Así que entrevisté a la chef Grace Ramírez, nacida en Miami y de raíces venezolanas, una de las últimas voces que se han sumado a la campaña ActNow de Naciones Unidas, para crear conciencia sobre la importancia de la gastronomía en la consecución de los Objetivos de Desarrollo Sostenible.
Si creen que deben hacer malabares o empezar a aprender chino, se equivocan. Grace Ramírez asegura que “lo más básico es tener conciencia y empaparnos de lo que está pasando alrededor”, pues los productos son o no sostenibles, dependiendo del área donde estemos.
“Si lo que está de moda es la quinua, entonces vamos todos a comerla. Pero sepamos que viene de Los Andes, la consumía la gente que estaba en el campo, la digería mejor que nosotros en otras partes del mundo. Además, nos podríamos preguntar ¿cuánto tiempo toma llegar desde donde se produce la quinua hasta donde tú estás? Creo que debemos empezar a cuestionarnos muchas cosas”, señala la chef.
Para Grace Ramírez, las preguntas imperativas cuando hablamos de sostenibilidad deben ser ¿de dónde viene el producto? y ¿qué producto está en temporada? Así que Grace usa producto local, independientemente del lugar en el que esté, no consume nada fuera de su momento y trata de trabajar, en la medida de sus posibilidades, con pequeños productores y artesanos.
A fin de cuentas, como dice -y mi nonna ratifica sin saberlo- “It’s about local and seasonal”.