Hace unos años el cantante dominicano Juan Luis Guerra puso a cantar a personas de dos continentes “Ojalá llueva café en el campo” y, según cantábamos ese himno, que lo era, pese a ser dulce merengue, entendíamos que compartíamos sueños porque vivíamos, allí y aquí, las mismas asperezas sociales y personales.
Seguimos deseando que “llueva café en el campo”, pese a que la tecnología ha avanzado tanto que el café, con el pan nuestro de cada día, podría y debería llegar a todas las casas del mundo, si para ese cometido se empleara la energía y los medios que se invierten en la conquista de otros planetas o en provocar cotizaciones en bolsa fuera de la lógica y de humanos propósitos.
No llueve café en el campo y casi no llueve agua porque no hemos cuidado el ambiente que nos acoge ni la tierra en la que deberíamos florecer, siendo ella, la tierra, el único lugar posible de la vida y también de la felicidad posible.
Por el contrario, entramos en la edad contemporánea destrozando los conceptos más hermosos, y lo hacemos arrastrados por la molicie o la impotencia: “al fin y al cabo”, decimos, “qué más da nuestra aplicación personal si el mundo está como está, si esto se acaba, nacemos para sobrevivir sin mayor don o historia” y así, con estas palabras u otras semejantes, dichas o no dichas en voz alta, vamos justificando la reducción de nuestros sueños, nos dejamos vivir, incapaces de protagonizar nuestro tiempo.
Afortunadamente hay quienes siembran café en el campo para que otros puedan beber una taza bien llena, hay quienes acogen e incumplen el mandato de egoísmo que impera en la sociedad del siglo XXI, hay quienes escriben y en su pensamiento y textos caben muchos seres humanos. Hay quienes, desde la cultura, las artes y la literatura también construyen el mundo que desean.
José Saramago era uno de los que escribían para agrandar los límites de lo posible. Lo dejó claro en su discurso de aceptación del Premio Nobel:
Nos fue propuesta una Declaración Universal de los Derechos Humanos y con eso creíamos que lo teníamos todo, sin darnos cuenta de que ningún derecho podrá subsistir sin la simetría de los deberes que le corresponden. El primer deber será exigir que esos derechos sean no sólo reconocidos sino también respetados y satisfechos. No es de esperar que los Gobiernos realicen en los próximos cincuenta años lo que no han hecho en estos que conmemoramos. Tomemos entonces, nosotros, ciudadanos comunes, la palabra y la iniciativa. Con la misma vehemencia y la misma fuerza con que reivindicamos nuestros derechos, reivindiquemos también el deber de nuestros deberes. Tal vez así el mundo comience a ser un poco mejor.
José Saramago era uno de los que escribían para agrandar los límites de lo posible a partir de la cultura y la literatura
A partir de esta propuesta, la Universidad Nacional de México convocó a intelectuales, juristas, activistas de diversos lugares del mundo que se emplearon en redactar la simetría de la Declaración Universal de Derechos Humanos, es decir, la Declaración Universal de Deberes que nos humanizará porque cada ciudadano, sujeto de derecho, consciente de su valor y de la importancia de su paso por el mundo, conseguirá frenar el desdén por las personas y el desprecio por el bien común que se observa y siente en tantas partes de la tierra, la casa común que torpemente desdeñamos y aniquilamos.
La Fundación José Saramago asumió la Declaración de Deberes y trabaja en su difusión. Fue entregada en la ONU, al secretario general y al presidente de la Asamblea, y se han convocado diversos foros para discutir un documento que nació no para dar más trabajo al ciudadano cansado sino, por el contrario, para hacer más humana la vida en el planeta.
La Declaración de Deberes se puede leer, entre otros lugares, en la página de a Fundación José Saramago y se está preparando una publicación que saldrá en varios países y en distintos idiomas para celebrar el 75 aniversario de la Declaración de Derechos Humanos, que tendrá lugar el 10 de diciembre próximo.
En esa publicación, los Derechos y Deberes aparecerán en el mimo espacio porque, ya lo hemos visto a lo largo de los años, sin la simetría de los deberes, asumidos y ejercidos diariamente, los derechos no pasan de una declaración de buenas intenciones, pese a ser el documento más importante que ha producido el siglo XX, la aportación más clara para que la convivencia y la vida se desarrolle desde el respeto y el cuidado.
La Fundación José Saramago ha tomado la misión cultural de difundir la Declaración de Deberes Humanos “para hacer más humana la vida en el planeta”
Lloverá café en el campo si nos empeñamos. El campo espera y esa esperanza activa es compartida cada día por más seres humanos, dispuestos a que no llegue el final de la historia y a que la narración de nuestro tiempo no esté marcada por los símbolos de la destrucción y el descaro. “Venimos de la tierra”, dijeron unos náufragos recatados hace poco en mitad del mar, hambrientos, depauperados, moribundos. La tierra era el planeta, la casa que hay que preservar. Para eso habrá que asumir nuevos protagonismos: la Declaración de Derechos especifica quienes son todas y todos. La Declaración de Deberes asume la Declaración de Derechos y establece el deber de cumplimiento que nos corresponde a hombres y a mujeres en los cinco continentes: solo ejerciendo humanos cuidados el mundo podrá seguir girando y, por fin, acogiendo.
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