Contar con un marco de objetivos como guía de las políticas de desarrollo (nacionales e internacionales) tiene indudables potencialidades y funcionalidades, pero también entraña sus riesgos. Parémonos a pensar cuáles.
Entre las oportunidades de la nueva Agenda 2030 para el desarrollo sostenible —y sus 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS)— podemos destacar siete:
• Los ODS conciben el “desarrollo” de manera multidimensional con objetivos igualmente multidimensionales. Los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) ya superaron previamente la concepción mono-dimensional —“economicista”— apostando por otra más amplia de “desarrollo humano” basada en el enfoque de “capacidades” de Amartya Sen, y los ODS continúan esta (r)evolución reforzando la dimensión de la sostenibilidad y reconociendo el hecho incuestionable de que la humanidad comparte un entorno físico finito: el Planeta Tierra.
• En línea con lo anterior, los ODS continúan la labor de dotar de contenido práctico al “derecho al desarrollo”, recogido desde 1986 en la Declaración sobre el derecho al desarrollo promovida por Naciones Unidas. Aunque no tengan carácter de norma jurídicamente vinculante, los ODS contienen un conjunto integrado e indivisible de prioridades universales de desarrollo, orientadas a garantizar la dignidad humana y la sostenibilidad de nuestra existencia, y a cuyo cumplimiento se compromete, de manera cooperativa, la comunidad internacional.
Los ODS contienen un conjunto integrado e indivisible de prioridades universales de desarrollo
• La Agenda 2030 aúna dos agendas convergentes: el desarrollo humano (heredera de los ODM) y el desarrollo sostenible (resultante de las Cumbres de la Tierra). De este modo se evita la fragmentación de objetivos y la dispersión de esfuerzos que hubiera supuesto —como algunos defendieron— definir dos agendas paralelas. Al haberse integrado, se apuesta por el avance conjunto generando un círculo virtuoso de progreso.
• Los ODS constituyen una estrategia de desarrollo consensuada y operativa que permitirá mejorar la gestión de las políticas de desarrollo, tanto en el ámbito nacional como internacional. La definición de objetivos nacionales alienta el debate sobre las alternativas de desarrollo e incentiva la implementación y evaluación de las políticas seleccionadas; ayuda a cuantificar los recursos necesarios (tanto domésticos como externos); y facilita la rendición de cuentas por parte de los responsables políticos. En el plano internacional, se alienta la coordinación entre los distintos actores y reduce ineficiencias y solapamientos; contribuye a identificar las políticas internacionales incoherentes con los objetivos acordados; y facilita el seguimiento y la evaluación comparada.
• Los ODS proponen una estrategia verdaderamente universal puesto que, a diferencia de los ODM, muchos de los objetivos deberán cumplirse tanto en los países en desarrollo como en los más ricos. Esto permite avanzar hacia la conformación de una estrategia de desarrollo “cosmopolita”, en vez de la más jerarquizada cooperación Norte-Sur, reforzando la cooperación y la acción colectiva, con exigencias para todos los países, sin distinciones por niveles de desarrollo o por condiciones de donante/receptor.
• Los ODS desempeñan un relevante papel político en la movilización de apoyos para la cooperación internacional y en la generación de una conciencia solidaria de ciudadanía global. De hecho, sus predecesores, los ODM, consiguieron un eco y un respaldo social inusitados —en parte debido a su conformación como narrativa común, impulsada por los organismos multilaterales y las ONGD—, por lo que los ODS inician su andadura con un precedente exitoso de movilización.
• Los ODS pueden contribuir decisivamente a mejorar la provisión de “bienes públicos globales” en materia de medioambiente, salud, educación, seguridad y estabilidad; y la provisión de dichos bienes resulta indispensable para el desarrollo humano sostenible.
No obstante, la agenda ODS conlleva también sus “riesgos”, entre los que cabe señalar otros siete especialmente relevantes:
• Pueden alentar un enfoque reduccionista para la gestión de una realidad compleja, como es el proceso de “desarrollo humano sostenible”, cuya viabilidad depende de una acción holística y coherente en diversos ámbitos sociales, políticos, económicos y medioambientales. Este reduccionismo se agrava si se aplican los objetivos de manera mimética en todos los países —como exige la cobertura universal—, generando la errónea impresión de que los retos de desarrollo son idénticos para distintas sociedades.
• Los ODS se definen en términos de outcomes (resultados o impactos) y outputs (productos) del desarrollo, pero no tanto en términos de los inputs (recursos) y los procesos (o actividades) que exigirían alcanzar dichos resultados, lo que plantea un “problema de atribución”. Dado que no existe consenso internacional en torno al “modelo lógico” apropiado que integre recursos y procesos necesarios para obtener los resultados deseados, resulta imposible evaluar la contribución de cada país a la Agenda global. En la práctica, tan sólo es posible juzgar el balance conjunto de la comunidad internacional, lo que restringe la utilidad de los ODS como mecanismo de evaluación y rendición de cuentas de cada uno de los países, que pueden actuar con importantes márgenes de discrecionalidad.
• La idoneidad de los ODS depende del nivel de desarrollo de cada país, y esto choca con la cobertura universal de la agenda, que impone iguales objetivos para desiguales países. Además, a diferencia de los ODM, los ODS incluyen tanto a países en desarrollo como a países avanzados, en los que muchas de las metas no son relevantes —especialmente las relativas a la pobreza extrema y el hambre. Para atenuar esta limitación, se pueden ajustar las metas e indicadores según los niveles de desarrollo de los países, primando, por ejemplo, las metas de pobreza relativa para los países más ricos, y de pobreza absoluta para los más pobres.
La idoneidad de los ODS depende del desarrollo de cada país, esto choca con la cobertura universal de la agenda, que impone iguales objetivos a desiguales países
• La agenda ODS es mucho más ambiciosa y compleja que su predecesora: mientras que los ODM consistían en ocho objetivos y 20 metas, los ODS consisten en 17 objetivos y 169 metas. Obviamente, esta lista más larga y compleja conllevará también mayores costes de transacción.
• Vinculado al argumento anterior, existen serios problemas de medición de las 169 metas propuestas —al igual que pasó con los ODM—, lo que dificultará el seguimiento, la evaluación y la estimación de los recursos para su cumplimiento en todos los países. Por ejemplo, muchos países —especialmente los más pobres— no disponen de indicadores fiables de pobreza, desigualdad y exclusión social, a lo que se une que los datos disponibles no son siempre comparables entre países y se generan con importantes desfases temporales. Construir estadísticas nuevas y recabar información para un número muy elevado de metas comportará un coste elevado, si bien los ODS —como ya hicieron los ODM— alentarán un mayor esfuerzo internacional en la generación y mejora de las estadísticas sobre desarrollo.
• Los ODS no generan —igual que sucedió antes con los ODM— un sistema de incentivos adecuado para su financiación, ya que se definen objetivos cuantificables de desarrollo, de cuyo cumplimiento son corresponsables todos los países, sin especificar los compromisos necesarios para financiarlos. La experiencia vivida con las tres Conferencias sobre Financiación del Desarrollo promovidas anteriormente por Naciones Unidas (Monterrey 2002, Doha 2008 y Addis Abeba 2015) no ofrece perspectivas halagüeñas para el futuro, en parte por el carácter “no vinculante” de los compromisos acordados que, hasta el momento, no han alentado un aumento de la financiación internacional del desarrollo. No es coherente establecer metas globales de desarrollo sin un sistema de incentivos adecuado para movilizar recursos públicos y privados adicionales, y sin compromisos vinculantes de financiación con un reparto justo de la carga financiera, en particular cuando la comunidad internacional arrastra un largo historial de incumplimiento de los acuerdos y una escasa capacidad coercitiva para forzar su observancia.
No es coherente establecer metas globales de desarrollo sin un sistema de incentivos adecuado para movilizar recursos
• No queda aún claro cómo se logrará instituir un sistema de responsabilidades recíprocas que ponga límites a las asimetrías de poder existentes entre países desarrollados y emergentes por un lado, y países en desarrollo por el otro. Este sistema de responsabilidades resulta clave para crear una verdadera “alianza mundial para el desarrollo sostenible”, basada en unos ideales compartidos —respaldados por la confianza, la transparencia, el dialogo y la evaluación de resultados—, pero también en unas responsabilidades desiguales. Sigue habiendo disputas respecto a la interpretación del principio de “responsabilidades compartidas pero diferenciadas” (originario de la Declaración de Río de 1992), que exigiría que los países desarrollados, y también los emergentes, asuman mayores esfuerzos para financiar los ODS.
En resumidas cuentas, la Agenda 2030 supone un gran avance como propuesta cosmopolita de “pacto global para el desarrollo”. No obstante, si no queremos que la Agenda quede “en aguas de borrajas” en 2030, es imprescindible empezar a trabajar para minimizar sus riesgos y potenciar sus oportunidades…