Hace más de cinco años, la pandemia de Covid-19 sacudió el tablero de juego global y dejó al descubierto fracturas que en América Latina se sumaron a las ya existentes: desigualdades sociales profundas, ecosistemas al límite y una brecha digital que amenazaba con dejar a millones de personas en el arcén del camino al futuro.
La crisis, sin embargo, también aceleró una intuición que venía gestándose de lejos en los territorios, en los movimientos sociales y en las agendas públicas: para salir fortalecidos no bastaba con reconstruir, había que transformar. Así nació la idea de la transición justa, una triple transformación —ambiental, social y tecnológica— entendida no como respuesta a la emergencia, sino como una oportunidad para rediseñar el rumbo de la región.
¿Objetivo? Abordar simultáneamente los cambios ambientales, digitales y sociales para alcanzar un desarrollo justo con una consigna: no dejar a nadie atrás, especialmente, a los más vulnerables.
Más allá del capitalismo verde
El objetivo teórico: economías de cero emisiones con energías renovables, empleos dignos y fin del modelo extractivista. En la práctica, la situación en la región pasa por revisar las bases de un modelo económico que durante décadas ha generado riqueza para unos pocos y pobreza y degradación ambiental para el resto.
“La crisis climática nace de la crisis civilizatoria y económica. El problema hunde sus raíces más allá de lo ambiental”, afirma Jazmín Lukes desde la Plataforma Colombiana de Derechos Humanos, Desarrollo y Democracia (PCDHDD).
En el sur global muchas comunidades desarrollan modelos productivos que recuperan saberes ancestrales y mantienen viva una relación sostenible con la naturaleza
Su interpretación explica por qué para tantas organizaciones civiles latinoamericanas las soluciones ofrecidas en las grandes cumbres internacionales, como la reciente COP30, resultan insuficientes: “No buscan tratar las causas que originan la crisis, sino simplemente mitigar y generar políticas de adaptación”, señala.
Por ello, en América Latina para ciertos sectores el concepto de transición verde despierte sospechas: un bonito envoltorio bajo el que se esconde el mismo patrón de siempre. Lukes lo expresa sin rodeos: “Ellos la llaman transición verde; para nosotros, desde los movimientos sociales y las plataformas de derechos humanos, es capitalismo verde, un refrendo del modelo económico”.
Detrás de algunos ambiciosos proyectos de megaparques solares o agricultura inteligente las comunidades ven con frecuencia una reedición del extractivismo, con “gobiernos cooptados por las grandes corporaciones”. Esto, lógicamente, dificulta que las políticas públicas respondan a las necesidades de los territorios, incide la activista colombiana.
Frente a esta sensación, la sociedad civil, pide tomar la iniciativa. Desde México hasta Chile, pasando por Colombia, Brasil o Ecuador, articulaciones comunitarias, redes de mujeres, plataformas ambientales y organizaciones indígenas construyen su propia hoja de ruta para una transición ecológica que ponga a las personas en el centro. La apuesta incluye desde la incidencia legislativa hasta el litigio climático, pasando por campañas de desinversión contra empresas extractivas.
Mientras, parte de la ansiada transición se practica ya en el medio rural. En el sur global muchas comunidades llevan a cabo experiencias de autogestión social, comunitaria, de economía solidaria y de otras formas de vivir en el territorio. El sitio Ramsar de Laguna de Zambuco es uno de ellos. En este espacio de especial importancia para los garífuna –uno de los nueve grupos étnicos de Honduras– se practican modelos económicos y sociales que integran en el día a día saberes ancestrales que mantienen viva una relación sostenible con la naturaleza. “La transición solo puede ser justa si se reconocen y garantizan los derechos territoriales de los pueblos indígenas y de los campesinos”, insiste Lukes.
La región con mayor biodiversidad del planeta reclama una transición justa y urgente que escuche a los territorios, redistribuya el poder y reconozca a las comunidades que durante siglos han cuidado la naturaleza.
Ese es el horizonte que Latinoamérica intenta impulsar y esa es, también, la transición que puede redefinir el papel de la región en la lucha climática global.
La transición social: justicia, territorio y brechas que cerrar
En una región marcada por desigualdades crónicas, cualquier intento de regeneración ambiental está destinado a fracasar si no va de la mano de un cambio social estructural: acceso equitativo a derechos, reducción de brechas raciales y de género, y participación efectiva de las comunidades que sostienen los territorios.
En ese sentido, las organizaciones afrodescendientes de Centroamérica y el Caribe creen que esta dimensión es indispensable, sobre todo teniendo en cuenta que las desigualdades se han agravado en los últimos años afectando de forma particular a las mujeres afrodescendientes. Yimene Calderón, lideresa de ONECA —Organización Negra Centroamericana que agrupa organizaciones afrodescendientes— lo corrobora: “Los cambios en los últimos años han elevado la vulnerabilidad que enfrentan las mujeres, sobre todo en comunidades que presentan los indicadores de desarrollo más bajos. En muchas zonas —subraya—, la ausencia del Estado en salud, protección social o acceso a la justicia amplifica los riesgos y limita cualquier posibilidad de desarrollo justo”.
No podemos hablar de una verdadera justicia ambiental sin justicia racial
Por eso el concepto de transición social adquiera un significado propio en América Latina: no es solo reducir pobreza, sino corregir un sistema que históricamente ha dejado a comunidades indígenas y afrodescendientes fuera de la toma de decisiones. Calderón lo resume en una frase que ha ido ganando eco: “No podemos hablar de una verdadera justicia ambiental sin justicia racial”.
Ese vínculo entre raza, territorio y clima está hoy en el centro de la agenda de muchos movimientos sociales que como ONECA —a menudo vinculada a la Organización para el Desarrollo y la Cooperación (ODECO)— promueven acciones enfocadas a la salvaguarda de los derechos de los afrodescendientes y la preservación de su cultura, y no por ideología, sino por experiencia.
Los pasados 20 y 21 de noviembre, representantes de Brasil, Ecuador, El Salvador, Guatemala, España, México, Uruguay y Colombia se reunieron en Bogotá para forjar una Iniciativa Iberoamericana sobre afrodescendientes. Liderada por Colombia con apoyo de SEGIB, esta declaración colectiva busca combatir la discriminación sistémica, fortalecer identidades culturales en educación superior y reducir brechas estructurales. Con aportes de CEPAL, OEA y UNFPA, se acordó un cronograma para 2026, priorizando cohesión social y buenas prácticas inclusivas, un paso concreto hacia la justicia racial en la región.
Brecha tecnológica: entre la innovación y el riesgo de exclusión
La tercera pata de la triple transición —la tecnológica— avanza en paralelo con desafíos propios. La digitalización promete eficiencia, democratización y ruptura de brechas, nuevos empleos verdes, acceso a servicios y posibilidades de innovación comunitaria. Pero también corre el riesgo de ahondar desigualdades si no se implementa con criterios de equidad y desde la base.
En muchas zonas rurales o costeras, la falta de conectividad, infraestructura y recursos limitan, cuando no impiden, el acceso a las herramientas digitales básicas para participar de las nuevas economías verdes. Y aunque la tecnología avanza, las cifras siguen evidenciando una desigualdad persistente. Según un reciente informe de GSMA Latin America, en 2024, unos 44 millones de personas —cerca del 7 % de la población latinoamericana— aún vive en zonas sin cobertura de banda ancha móvil.
El verdadero reto, sin embargo, no es la cobertura sino el uso: 174 millones de personas —el 28 % de la población— vive en áreas con cobertura móvil, pero no accede a internet por la falta de dispositivos, los altos costos o, sencillamente, porque no saben cómo hacerlo por la carencia de habilidades digitales. Con esas cartas sobre la mesa, parece evidente que, si una parte importante de la población no puede permitirse un teléfono inteligente, no sabe utilizarlo o no dispone de servicios digitales adecuados, la ansiada transición tecnológica se desvanece como el humo.
Sin embargo, aún siendo un aspecto de enorme relevancia, la transición digital no solo tiene que ver con la conectividad, sino, sobre todo, con los derechos, la equidad y la sostenibilidad. Esa mirada es la que recoge la Carta Iberoamericana de Principios y Derechos en Entornos Digitales, aprobada en 20023 por los 22 países de la región. El texto propone una digitalización con las personas en el centro y reconoce que la tecnología no es neutral.
La Carta, además, establece un marco común para garantizar el acceso universal a internet, la protección de los datos personales, la transparencia algorítmica y la inclusión de los colectivos históricamente excluidos del entorno digital. Este enfoque persigue dos objetivos: evitar que la transformación digital perpetúe viejas asimetrías, y contribuir a fortalecer la democracia, la participación ciudadana y la autonomía de las personas en un mundo cada vez más mediado por la tecnología.
Cooperación, financiamiento y nuevas reglas
Pero para lograr esa equidad hace falta repensar los modelos de desarrollo más allá del crecimiento económico. En esa línea, la Segib, junto con otros organismos internacionales, defiende una agenda que integra lo social, lo ambiental y lo digital, y promueve nuevas métricas que permitan medir el bienestar, la sostenibilidad y la cohesión social de forma más completa. Iniciativas como la cooperación Sur-Sur, el impulso a indicadores alternativos al PIB o la apuesta por una transformación digital inclusiva buscan reforzar la capacidad de los países latinoamericanos para afrontar conjuntamente crisis que son comunes.
En cuanto a nuevas formulaciones, los movimientos sociales insisten en que se debe corregir la imposición de agendas externas. La exigencia ahora es apoyo financiero y técnico, sí; condicionamientos o desarrollismo verde, no. Como ha recordado Calderón en distintos espacios, el papel del Estado —y por extensión el de los organismos internacionales— debe ser garantizar derechos, no reemplazar la voz de quienes habitan los territorios.
En resumen, la transformación ambiental, social y tecnológica avanza entre enormes retos, pero también entre señales claras de innovación, de agenda comunitaria y de cooperación externa. La triple transición ya no es un concepto académico ni un horizonte lejano. Es un proceso que late en el corazón de Latinoamérica.