El último Informe sobre Desallo Humano del PNUD se titula «Desarrollo Humano para todos». Un emblema que establece la prioridad de las Naciones Unidas en búsqueda de un desarrollo inclusivo de cuyos beneficios sea partícipe toda la población. Sin embargo, y a pesar de los logros de la última década en la región, el Informe alerta de que las desigualdades siguen vigentes y que son poblaciones vulnerables las que siguen sufriendo estas inequidades. Dentro de estas señala directamente a los pueblos y nacionalidades indígenas como víctimas de un modelo que sigue relegándoles a una posición de perdedores.
Por otro lado, desde la aprobación del Convenio 169 de la OIT en 1989 y la aprobación en 2007 de la Declaración de los Pueblos Indígenas de la ONU, ha habido un reconocimiento formal de derechos, tanto individuales como colectivos. Incluso constituciones como las de Ecuador y Bolivia han incluido la Plurinacionalidad, demanda indígena, como forma de Estado. Sin embargo, cabe preguntarse, ¿qué impacto suponen en la realidad estos avances sobre el papel?
Para este debate contamos con las voces de tres especialistas en la materia. Felipe Gómez Isa, de la Universidad de Deusto, Verónica González, investigadora mexicana que ha ejercido como consultora de Unesco, y Claudia Briones, investigadora de CONACYT, Argentina. Sus voces nos acercan al tema, pero queremos que el debate continúe con tus aportes.
¿Cuál es la distancia que separa el reconocimiento formal de derechos de su cumplimiento? ¿Cuáles son las principales demandas indígenas? ¿Están incluidas en la agenda política e institucional?
Voces
El constitucionalismo plurinacional reconoce derechos a la naturaleza
La participación de los indígenas en el desarrollo es capital
Los reclamos de los pueblos indígenas siguen revelando deudas colectivas
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OPINA: Felipe Gómez Isa, Profesor Universidad de Deusto, País Vasco
Sin ninguna duda, el avance más significativo producido en las últimas décadas en el campo de los derechos humanos ha sido el progresivo reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas tanto en el ámbito constitucional interno de muchos países como en el escenario jurídico internacional. Cuando se inicia el proceso de consagración jurídica internacional de los derechos humanos tras la Segunda Guerra Mundial y la creación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) con la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), los pueblos indígenas se encontraban en una situación de invisibilidad fruto de siglos de discriminación y exclusión social, económica y política. Fue la Organización Internacional del Trabajo (OIT) la primera organización internacional en prestar una atención específica a los derechos de los pueblos indígenas en el contexto de la discriminación laboral próxima a la esclavitud sufrida por estos pueblos. Fruto de esta creciente atención fue la adopción del primer convenio internacional dirigido a proteger los derechos de los pueblos indígenas, el Convenio 107 de la OIT aprobado en 1957. Desgraciadamente, la perspectiva que primaba en este Convenio era la perspectiva asimilacionista. En el fondo, lo que se perseguía era la integración de los indígenas en la sociedad dominante, para lo que tenían que renunciar a los aspectos básicos de su identidad.
Las décadas de los 70 y los 80 en el siglo XX van a suponer un punto de inflexión en el proceso de reconocimiento de los pueblos indígenas como actores políticos y como sujetos de derechos, lo que se ha dado en llamar la emergencia indígena. Vamos a asistir a un interesante proceso de concienciación por parte de los propios pueblos indígenas, lo que les convierte en actores políticos tanto a nivel interno como a nivel internacional. Todo este proceso condujo a la sustitución del Convenio 107 de la OIT por el Convenio 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales en países
independientes, aprobado por la OIT en 1989. Este último Convenio renuncia al objetivo de la asimilación de los indígenas y comienza a reconocerles como auténticos sujetos de derechos tanto individuales como colectivos. Debemos subrayar que a día de hoy el Convenio 169 de la OIT es el instrumento jurídico internacional más relevante para la protección y promoción de los derechos indígenas y ha sido ratificado por un amplio número de países de América Latina. Desgraciadamente, la ratificación de otros países fuera de esta región no ha avanzado demasiado (tan solo 22 países son parte del Convenio, destacando entre los de fuera de América Latina España, Dinamarca, Holanda, Noruega, Nepal o República Centroafricana).
El Convenio de la OIT reconocer a los indígenas como auténticos sujetos de derecho
Los años 90 suponen un paso importante en el proceso de reconocimiento constitucional de los derechos indígenas en la mayor parte de los países de América Latina, lo que se ha dado en llamar el constitucionalismo pluricultural. Algunas constituciones, como la de Nicaragua (1987) o la de Colombia (1991), consagran amplios derechos a los pueblos indígenas, además de reconocer la diversidad étnica y cultural existente en el marco de los Estados-nación. Algunos tribunales, con la Corte Constitucional de Colombia como auténtica vanguardia, han interpretado de una manera bastante progresiva las principales disposiciones de la Constitución, dando lugar a lo que se conoce como una jurisprudencia multicultural.
En América Latina hemos asistido a la emergencia del denominado constitucionalismo plurinacional, con las Constituciones de Bolivia y Ecuador como claros exponentes. En este sentido, la Constitución de Ecuador aprobada por la Asamblea Constituyente en 2008 introduce determinados conceptos que son fruto de las cosmovisiones indígenas del país y de los intentos de establecer un Estado plurinacional. El propio preámbulo de la Constitución parte del reconocimiento de las “raíces milenarias” de los distintos pueblos del país y de la enorme relevancia de la naturaleza, la Pacha Mama, “de la que somos parte y que es vital para nuestra existencia”. Además, los constituyentes proclaman su voluntad de construir “una nueva forma de convivencia…, en diversidad y armonía con la naturaleza, para alcanzar el buen vivir, el sumak kawsay”. En coherencia con estos elementos esenciales de la cosmovisión indígena, el capítulo segundo de la Constitución se consagra al reconocimiento de los “derechos del buen vivir”, entre los que destacan el derecho al agua, el derecho a la seguridad alimentaria o el derecho de la población a vivir en un ambiente sano y ecológicamente equilibrado. Por último, lo que resulta más novedoso en este texto constitucional es el reconocimiento de “derechos de la naturaleza” en su capítulo séptimo, algo que supone un paradigma de derechos absolutamente nuevo y que podría concebirse como una contribución de las culturas indígenas al moderno constitucionalismo y, en general, al conjunto de la humanidad.
El constitucionalismo plurinacional reconoce derechos a la naturaleza
El último hito en el proceso de afirmación de los derechos humanos de los pueblos indígenas ha sido la aprobación por la Asamblea General de las Naciones Unidas de la Declaración sobre los derechos de los pueblos indígenas el 13 de septiembre de 2007, una Declaración en la que los pueblos indígenas han tenido una participación muy destacada. Lo cierto es que esta Declaración supone la culminación de todo un proceso que ha durado varias décadas de maduración y consolidación de los derechos de los pueblos indígenas.
Otro espacio donde los derechos de los pueblos indígenas han hecho su aparición recientemente es en el sistema interamericano de promoción y protección de los derechos humanos creado al amparo de la Organización de Estados Americanos (OEA). A pesar de que ni la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre (1948) ni la Convención Americana de Derechos Humanos (1969) mencionan los derechos de los pueblos indígenas, tanto la Comisión Interamericana como la Corte Interamericana de Derechos Humanos han comenzado desde la década del 2000 a reconocer y consagrar de una manera bastante firme los derechos de los pueblos indígenas. El verdadero punto de inflexión en este ámbito ha venido de la mano de la sentencia de la Corte Interamericana en el Caso Awas Tingni contra Nicaragua en agosto de 2001, una sentencia que ha tenido un auténtico “efecto llamada” que ha hecho que hoy la Corte haya pronunciado bastantes sentencias relacionadas con los derechos de los pueblos indígenas, sobre todo con el derecho a la tierra y al territorio, uno de los derechos más importantes desde las cosmovisiones indígenas. La verdad es que el sistema interamericano se ha convertido en un espacio bastante favorable al reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas y en un verdadero referente, ya que está sirviendo como modelo a otros sistemas regionales como el sistema africano. En este sentido, la Comisión Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos ha utilizado como referente la jurisprudencia de la Corte Interamericana en la resolución del Caso Endorois c. Kenia, en un ejemplo interesante de fertilización cruzada de jurisprudencias.
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OPINA: Verónica González, investigadora CONACYT, México.
La libre determinación representa el corolario de las reivindicaciones que los pueblos indígenas de México y del mundo han demandado desde al menos finales del siglo pasado. Ese derecho político ha sido descrito por los pueblos indígenas y la comunidad internacional como el reconocimiento de esas colectividades como pueblos; es decir, les reconoce su identidad como actores políticos y, entre otras cosas, su derecho a tomar las riendas de su destino en materia de educación, de la gestión de sus tierras, territorios y recursos, del tipo de desarrollo que desean perseguir y de la participación política por medio tanto de sus instituciones propias como de las instituciones políticas nacionales e internacionales.
La importancia neurálgica de este principio lo convierte en un elemento ineludible en cualquier balance sobre las respuestas que las demandas de los pueblos indígenas han recibido. Cuestionarse sobre qué tanto este derecho humano ha sido respetado y entendido en los diferentes ámbitos involucrados resulta por lo tanto fundamental para medir tanto los avances hechos como las evoluciones potenciales con respecto a la situación de los pueblos indígenas hoy en día.
La experiencia que México ha tenido en el reconocimiento de los derechos indígenas y, en particular de la libre determinación de los mismos, ha sido sinuosa y se ha caracterizado por una constante y vertiginosa reconstitución de los retos presentes para su implementación. En lo que respecta los movimientos indígenas mexicanos, al igual que ha sucedido con los pueblos indígenas de muchos otros países, dicho derecho ha constituido a la vez el faro de reflexión y el eje de movilización de los grupos y movimientos, permitiendo así la conformación de actores políticos indígenas, tanto en la arena política nacional como en la de varias instituciones internacionales, así como la puesta en marcha de ricas reflexiones acerca de lo que puede significar el ejercicio de ese derecho dentro del Estado mexicano.
El reconocimiento de los derechos indígenas ha sido sinuoso
En lo que respecta al gobierno mexicano, segundo signatario del Convenio 169 de la OIT en 1991, éste reconoció por primera ocasión el derecho indígena a la libre determinación en 1996 en los Acuerdos de San Andrés y luego, tras modificaciones sustanciales a ese texto, fue reconocido con la Ley indígena en 2001. Dichas modificaciones fueron el motivo por el cual algunos pueblos indígenas decidieran proseguir fuera de la esfera estatal sus reflexiones sobre lo que representa la libre determinación.
En la esfera gubernamental, en cambio, el reconocimiento de ese derecho indujo transformaciones en la acción pública en materia de pueblos indígenas: además de configurarse como un tema en la agenda política, se han promulgado leyes en varios estados, reformado instituciones, implementado programas sociales dirigidos a las poblaciones indígenas. La posibilidad de que la reformulación de estas tareas sea significativa para los pueblos indígenas radica en tres aspectos que, lamentablemente, no siempre se han cuidado en el ámbito de la acción pública, y que constituyen hoy día las reivindicaciones de una parte de los movimientos indígenas mexicanos: la armonización de las leyes locales con los instrumentos principales, la fuerza jurídica de las medidas legislativas adoptadas y la participación política de los pueblos a lo largo del proceso de las políticas y los programas dirigidos a ellos, incluyendo la elaboración, la implementación y la evaluación de los mismos.
A partir de 2007, cuando en buena parte gracias al apoyo de México fue adoptada la Declaración de los derechos de los pueblos indígenas por la ONU (primer documento internacional que reconoce el derecho a la libre determinación a los pueblos indígenas) y, sobre todo, tras la reforma mexicana de 2011, que reconoce los tratados internacionales al mismo nivel que la constitución federal, el derecho a la libre determinación a los pueblos indígenas recibió un nuevo impulso gracias a la emisión de sentencias por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el máximo órgano judicial del país que protegen ese derecho. La importancia del reconocimiento histórico que implican estas sentencias ha sido opacada por el enorme reto que hoy día enfrentan los pueblos indígenas para implementar sus proyectos políticos ante la presencia del crimen organizado. Asimismo, el interés que pesa sobre los recursos existentes en los territorios indígenas hace que la participación de esos pueblos en la determinación del tipo de desarrollo que ellos desean sea capital.
La participación de los indígenas en el desarrollo es capital
Es de hecho este último aspecto, la participación política, que se encuentra hoy día al centro de la agenda internacional sobre el avance del derecho de los pueblos indígenas a nivel internacional. La ONU, importante promotora de los derechos de los pueblos indígenas a nivel mundial, lleva a cabo negociaciones entre los representantes indígenas y sus Estados miembro para crear los mecanismos necesarios para que el derecho a la libre determinación (reconocido por la Asamblea General en 2007 al momento de la adopción de la Declaración de los derechos de los pueblos indígenas, y reafirmado en 2014 por ese misma instancia con la adopción del Documento final de la Reunión plenaria de alto nivel de la Asamblea General conocida como Conferencia Mundial sobre los pueblos indígenas), sea respetado en todas las decisiones internacionales que incumben a esos pueblos. Dichos avances permitirán, además, consolidar los derechos de los indígenas en el contexto de los tratados que la ONU ha convenido en materia de medio ambiente, como el reciente Acuerdo de París, que se encuentra en proceso de ratificación.
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OPINA: Claudia Briones, Investigadora de CONICET, Argentina.
Dos son las formas de «escuchar» lo que hay detrás de los reclamos de los pueblos indígenas del mundo. La primera de ellas queda enredada en un presente eterno, por lo que resulta improductiva y falaz. Anclada en el prejuicio que niega a los pueblos originarios la posibilidad de cambio y actualización que se alaba en otros colectivos, esta escucha conduce, por un lado, a pensar que sólo les cabe realizar petitorios desde y para tradiciones antiguas. Así, cuando las peticiones o críticas efectuadas testimonian su inefable contemporaneidad, se las pone en duda bajo el supuesto de que la modernidad anularía la legitimidad de sus pertenencias. Por otro lado, una vez que semejante sospecha se instala, no logran advertirse más razones que las de obtener beneficios materiales individuales o colectivos o privilegios corporativos que vulnerarían el principio cívico de igualdad ante la ley. Desde esta escucha, toda demanda indígena sólo es un/otro «problema» que nos distraería de prestar atención a las cuestiones «verdaderamente importantes». En el mejor de los casos, se las ve como resultado de una falta de acceso a los derechos universales que se podría solucionar sin realizar replanteos profundos del statu quo.
Pero existe otra forma de escucha que se atreve a sostener las incomodidades que produce «hacerse cargo» de una historia de conquista y colonización de la que somos herederos aún sin haber participado directamente en ella. Abrirnos al pasado nos hace valorar de otro modo nuestros presentes y nos alienta a tratar de entrever otros futuros. De este modo, cuando las demandas indígenas nos resuenan con toda la densidad de esa historia, empiezan a poder ser entendidas menos como contrariedad a zanjar de la manera más expeditiva posible, que como diagnóstico de lo que funciona mal en nuestros acuerdos de convivencia.
Entendidos por tanto como diagnóstico, los reclamos indígenas revelan distintos tipos de deudas colectivas y actuales y son siempre un desafío productivo. Primero, porque nos obligan a tratar de entender los muy diversos mecanismos pasados y presentes que, en unos países más que en otros, los siguen convirtiendo en integrantes por excelencia de los contingentes más expuestos a la pobreza estructural o a padecer la insatisfacción de las necesidades básicas. Luego, porque nos ayudan a reconocer aristas menos evidentes de la discriminación, al testimoniar que hay desacuerdos que no son meramente ideológicos (algo que las ideas convencionales sobre la política encuentran difícil de pensar), sino que involucran visiones/prácticas ontológicas y epistemológicas otras.
Los reclamos indígenas revelan distintos tipos de deudas colectivas
Desafíos de este tipo desaconsejan dirimir la eficiencia con que se viene dando respuesta a reclamos diversos con base en imágenes de «vasos medio llenos o medio vacíos», o en generalizaciones improcedentes. Asocian por el contrario no pocas incertidumbres, porque tener diagnósticos no garantiza disponer de recetas magistrales exportables o importables a conveniencia, desde y para cualquier tiempo y lugar.
No obstante, escuchadas como diagnósticos, las demandas indígenas sí nos ofrecen pisos firmes a partir de los cuales re-pactar entre todos acuerdos de convivencia cada vez más emancipadores. En primer lugar, es un piso firme saber que, por fuera de esa historia, no hay forma de entender la legitimidad de los derechos diferenciados y la importancia de que los mismos se articulen–y no reemplacen o subordinen–a los derechos universales de los que también deben gozar los ciudadanos indígenas. Asimismo, lo es el de aceptar que, sin entender el real sentido de los distintos tipos de desacuerdo que las demandas indígenas plantean, cualquier iniciativa de gestión estatal de la diversidad que pretenda «solucionar» unilateralmente los reclamos de una vez y para siempre pecará al menos de etnocida. Por último, igualmente sólido será el piso construido desde el reconocimiento de que una escucha verdaderamente fructífera — empeñada más en consensuar revisiones sinceras y profundas, que en idear parches de modo autocomplaciente — posibilitará ampliar la democratización para el conjunto.